Históricamente, el mundo de la ciencia ha sido un terreno restringido para las mujeres. Hablamos de ciencia como institución, ya que parteras, curanderas o herbólogas, entre otras labores, han existido siempre. Sin embargo, sus conocimientos no provenían de libros escritos en latín clásico, sino del boca a boca y de la necesidad, siendo producto de la carga de sostener la vida a la que se nos ha obligado a las mujeres desde hace siglos.

Durante el siglo XVII las mujeres comenzaron a tener cierta relevancia en el discurso científico, no sin pasar por la censura, la obligación de usar seudónimos en algunos casos, o verse encasilladas en asuntos “de mujeres”.

En las últimas décadas, la presencia de mujeres en el ámbito científico ha crecido de manera significativa, siendo fruto de los esfuerzos por promover la igualdad de género en la educación, siendo importantes las políticas de inclusión y la visibilización de mujeres referentes. Aunque muchas han logrado superar las barreras sociales y culturales para el acceso al mundo científico, la estructura científica se sigue cimentando en la perspectiva masculina.

El problema no solo radica en el propio desplazamiento de las mujeres en el ámbito científico, sino también en su ausencia como sujeto de estudio en los análisis científicos, estadísticas o investigaciones de campo. La mujer como objeto de estudio pasa desapercibida ante la normalidad hegemónica del sexo masculino como medida del absoluto. La realidad se construye a imagen y semejanza de la vivencia del hombre adulto normativo, mientras que las demás y múltiples vivencias se desechan como “atípicos” [1]

Esta situación está ampliamente analizada por la doctora y escritora Carme Valls Llobet, en su libro Mujeres Invisibles para la Medicina. En él, expone cómo los estudios médicos han sido tradicionalmente diseñados tomando como referencia el cuerpo masculino como norma extensible a todas las demás personas.[2] Este sesgo ha llevado a que patologías específicas de las mujeres sean subestimadas, mal diagnosticadas o tratadas inadecuadamente. Carme Valls afirma que condiciones como la endometriosis o el síndrome de fatiga crónica reciben considerablemente menos atención que enfermedades equivalentes que afectan mayoritariamente a hombres. [3]

Estas conclusiones son respaldadas por otras investigaciones. Caroline Criado Perez analiza en su libro Invisible Women de cómo los sesgos de género en los ensayos clínicos conducen a una medicina menos efectiva para las mujeres. La investigación sobre infartos de miocardio se ha centrado predominantemente en los síntomas que presentan los hombres, como el dolor en el pecho, ignorando que las mujeres experimentan síntomas diferentes como fatiga extrema o dolor en el cuello.[4] También comenta como los sistemas de seguridad de la mayoría de automóviles se construyen utilizando maniquíes de colisión basados en la morfología masculina, lo que contribuye a que las mujeres tengan un 47% más de riesgo de resultar gravemente heridas en un accidente. [5]

La ciencia, como constructo social, debe ser replanteada desde una perspectiva inclusiva que valore y considere las experiencias, cuerpos y realidades de todas las personas. es esencial reconocer estas desigualdades y trabajar para eliminarlas a través de cambios en las políticas de investigación, fomentando la inclusión de mujeres de forma transversal. Solo así podremos construir un conocimiento más más amplio, diverso y representativo de la humanidad en su totalidad.

 

[2] Llobet, C. V. (2020). Mujeres invisibles para la medicina. Capitán Swing Libros. P. 36

[3] Ibid P. 245

[4] Perez, C. C. (2019). Invisible women: the Sunday Times number one bestseller exposing the gender bias women face every day. Random House. P. 206

[5] Ibid P.197

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