Artículo escrito por  Mélani Sánchez, Consultora de Igualdad.

El género es un constructo social condicionado por la existencia de estereotipos y roles asignados a mujeres y hombres por el mero hecho de serlo. Esta realidad presupone que las mujeres han de ser complacientes y sumisas en distintas facetas de su vida, entre las cuales se encuentra la esfera sexual-afectiva. En contraposición, se asigna a los hombres el ejercicio de dominación, el empleo de la fuerza y la manifestación de la virilidad, todo ello unido a la necesidad de visibilizarlo públicamente para, de esta manera, poder reafirmar su masculinidad.

malvadas y enriquecidas


Lo expuesto previamente condiciona la aparición de la violencia de género, entendida como aquella que, como consecuencia de una cultura machista y como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres, se ejerce sobre las mujeres por el mero hecho de serlo. Dentro de la misma se enmarcan las violencias sexuales como una de sus tipologías, implicando estas todo acto sexual, la tentativa de consumar un acto sexual, los comentarios o insinuaciones sexuales no deseados, o las acciones para comercializar o utilizar de cualquier otro modo la sexualidad de una persona mediante coacción por otra persona, independientemente de la relación de ésta con la víctima, en cualquier ámbito, incluidos el hogar y el lugar de trabajo.

En los estereotipos de género se sustenta lo que se conoce como la cultura de la violación, consistente en considerar culpables a las víctimas de violencias sexuales, entre quienes predominan las mujeres. Titulares que exponen la “vida normal” de una mujer tras sufrir una violación, el estado de embriaguez de una chica que fue víctima de una agresión sexual o la vestimenta de una mujer que experimenta acoso callejero, visibilizan la existencia de una problemática de carácter estructural que invalida el sufrimiento de quienes experimentan una situación de este tipo, anulando el daño y banalizando el hecho en sí.

Además de esta deleznable realidad, las mujeres se consideran, en una sociedad patriarcal y machista, como “seres que emplean su capacidad intelectual en infligir el mal en busca de un enriquecimiento económico”. Esta cuestión nos lleva a plantearnos cuántas decisiones puede tomar una mujer que sean interpretadas por la sociedad de esta forma. Nos casamos por dinero, nos divorciamos por dinero… incluso denunciamos una agresión sexual por dinero. Esto repercute sobre una realidad actual; las propuestas a mujeres, por parte de profesionales de la abogacía, para renunciar a las indemnizaciones económicas que podrían derivar de la denuncia y juicio tras haber sufrido una agresión sexual. ¿El objetivo de dicha renuncia? Tener credibilidad. No basta con denunciar y tener pruebas.

Por otro lado, es preciso tener en cuenta que cuando se producen delitos en la esfera íntima y únicamente se dispone de pruebas relacionadas con la palabra de la víctima, su respuesta ante dicha situación, unida a la concepción reduccionista y estereotipada sobre qué conducta debe tener la mujer tras el suceso, restarán credibilidad a su testimonio en función de cómo reaccione y “si sigue o no con su vida normal”, como si de un privilegio se tratase.

Si en esta realidad tenemos en cuenta la interseccionalidad, es decir, cómo confluyen, por ejemplo, el hecho de ser mujer y tener discapacidad, la probabilidad de vivir una discriminación, desigualdad o expresión violenta, se incrementa exponencialmente. Porque en relación con el colectivo de personas con discapacidad no se da adecuación de políticas ni de prestación de servicios, así como tampoco una adecuada recopilación de datos, o la promoción de su consulta y participación, constituyendo las opiniones y prejuicios existentes un obstáculo para la protección del colectivo y para la visibilización de su realidad.

Todo lo expuesto con anterioridad incide negativamente y de manera feroz contra las mujeres, si bien es cierto, los hombres que no cumplen con sus mandatos de género también son juzgados y con frecuencia ridiculizados en múltiples aspectos de su vida. El machismo y la violencia son un mal común a la sociedad en general, que requieren de una intervención conjunta e integral que contribuya a la deconstrucción de la base sobre la que se asientan.

Debemos coeducar a la sociedad, cuestionarnos el hermetismo de los papeles impuestos y denunciar toda actuación que ponga en entredicho la vivencia individual de cada mujer, además de proceder al estudio de las particularidades derivadas de la interseccionalidad en colectivos como el de mujeres con discapacidad. Dar voz a víctimas y supervivientes de la violencia machista es una tarea prioritaria que debemos asumir como sociedad, un derecho social que no debe desvanecerse por el desagüe en cuanto emerge alguna otra problemática entendida como prioritaria; porque los derechos de las mujeres también son y deben ser prioridad.

Mélani Sánchez

Consultora de Igualdad

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