La incorporación de las mujeres al mercado de trabajo ha aumentado considerablemente en las últimas décadas. Aun así, este aumento no ha sido suficiente para salvar la distancia que existe entre la tasa de actividad de mujeres y la de hombres. Es decir, a pesar de la mayor incorporación de las mujeres al trabajo remunerado, sigue existiendo una clara brecha de género en la participación en el empleo y, por lo tanto, un mayor paro femenino.
Además, las mujeres no solo participan menos en la actividad remunerada, sino que también esta viene caracterizada por una mayor parcialidad y temporalidad. Así pues, por una parte, las mujeres están empleadas en menor proporción y, por la otra, las que están empleadas, lo están en menor tiempo que los hombres.
Esta situación nos lleva a preguntarnos: ¿qué hace que las mujeres accedan al empleo en menor medida que los hombres y que, una vez en él, sus posibilidades de permanencia y promoción sean menores?
La socialización diferenciada de mujeres y hombres hace que estos asuman determinados estereotipos y roles de género en función de su sexo. Mientras que la mujer se asocia con el rol de cuidadora y se le asigna la realización de los trabajos de cuidados no remunerados como algo natural a su sexo; el hombre ostenta el rol de sustentador de la familia. En atención a los diferentes estereotipos y roles asignados, observamos que las restricciones y condicionamientos sociales a los que mujeres y hombres se ven sometidos son distintos.
El rol de mujer cuidadora que asume la práctica totalidad de las responsabilidades familiares limita la libertad de elección de empleo por gozar de una menor flexibilidad, movilidad y tiempo para invertir en formación, búsqueda de empleo, etc. Por lo tanto, la situación vivida en el hogar limita el desarrollo profesional de la mujer, que optará en mayor proporción por el empleo a tiempo parcial en aras de distribuir su tiempo entre las actividades dentro del hogar y las realizadas en el mercado de trabajo. Como consecuencia, dada la ausencia de corresponsabilidad por parte de los hombres, estos gozan de plena disponibilidad para priorizar el desempeño de actividades remuneradas.
Al darse una relación dinámica entre estos espacios – concepto de retroalimentación de la discriminación-; las peores condiciones laborales y el menor salario de las mujeres, provocados por el desigual reparto de las tareas de cuidados en el hogar, colocan a la mujer en una situación de subordinación frente al hombre, que aporta el sustento principal.
La diferencia de aportaciones económicas juega también un papel fundamental en el mayor número y mejores oportunidades de participación de los hombres en el mercado laboral. Es lo que se conoce como coste de oportunidad. El coste de oportunidad se basa en la remuneración que la persona que realiza el trabajo doméstico puede percibir en el mercado de trabajo. Es decir, para decidir quién se dedica en mayor medida a las tareas no remuneradas realizadas en el ámbito del hogar y quién se centra en mayor medida en su desarrollo profesional o formativo en vista de conseguir mejores oportunidades y promoción en el empleo, se prestará atención a la aportación económica de esa persona a la familia.
Fijándonos en ésta, al ser más baja la aportación de las mujeres – debido a la situación anteriormente comentada-, se decide, en mayor medida, que sea la mujer quien abandone su empleo o reduzca su jornada para dedicarse a la atención de las responsabilidades familiares porque la pérdida de aportación económica es menor que si se decidiera prescindir o reducir de la aportación del hombre. Incluso, en muchas ocasiones, la pérdida de esa aportación es menor que el gasto que supondría externalizar el trabajo de cuidado, por ejemplo, en guarderías privadas, comedores, etc.
Esta doble discriminación da lugar a lo que se conoce como discriminación estadística, es decir, el estereotipo se ve reforzado por la realidad y viceversa. Por lo tanto, en el momento de proceder a la contratación o promoción de una mujer no se tendrán en cuenta sus características individuales, sino las características estereotipadas atribuidas al grupo de mujeres.
También resulta relevante señalar cómo influyen las políticas de austeridad adoptadas en épocas de crisis y la poca corresponsabilidad estatal que las acompaña. En su gran mayoría, las políticas de austeridad suponen un recorte en gasto público que afecta esencialmente a los servicios sociales y al empleo público; ambos aspectos con una gran incidencia en las mujeres.
En primer lugar, el recorte en gasto social implica su privatización, bien porque pasan a manos de la empresa privada o del hogar. La situación de “vuelta al hogar” es la más común, supone la asunción por parte de las familias de los cuidados anteriormente proporcionados por los servicios sociales. Ello implica tanto un aumento del trabajo no remunerado que asumen las mujeres como un aumento de la economía informal - feminizada, precaria y con bajos salarios-, lo que, por los motivos que se vienen exponiendo, tendrá consecuencias en la situación de la mujer tanto dentro como fuera del hogar.
En segundo lugar, los recortes en empleo público contribuyen a la precariedad y vulnerabilidad del empleo femenino por tratarse de un sector feminizado. Es más, las inversiones estatales en épocas de crisis han venido centrándose en sectores masculinizados tales como la automoción y la construcción.
En conclusión, que los hombres gocen de más y mejores oportunidades de participar en los mercados de trabajo está íntimamente relacionado con la distribución de los tiempos que mujeres y hombres dedican a los trabajos de cuidado no remunerados. Esta distribución responde a la ideología patriarcal que conceptualiza los trabajos de cuidado como una función natural e inherente al sexo femenino y perpetúa el rol de “hombre ganador de pan”; es decir, de la ausencia de corresponsabilidad tanto de hombres como de Estados, resulta la situación desigual de mujeres y hombres en todos los aspectos del mercado de trabajo (acceso, promoción, extinción de la relación laboral, etc.)